CIUDAD DEL VATICANO, domingo 20 mayo
2012 (ZENIT.org).- A las 12 del mediodía de hoy, el
santo padre Benedicto XVI se asomó a la ventana de su estudio en el Palacio
Apostólico Vaticano para rezar el Regina Cæli con los fieles y peregrinos
congregados en la plaza de San Pedro, y les dirigió unas palabras.
A continuación las palabras del papa
antes de la oración mariana:
¡Queridos hermanos y hermanas!
Cuarenta días después de la Resurrección
--según el libro de los Hechos de los Apóstoles--, Jesús asciende al Cielo, o
sea retorna al Padre que lo había enviado al mundo. En muchos países este
misterio se celebra no el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión
del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación.
Después de haber instruido por última
vez a sus discípulos Jesús sube al cielo (cfr. Mc. 16,19). Él entretanto “no se
separó de nuestra condición” (cfr. Prefacio); de hecho en su humanidad asumió
consigo a los hombres en la intimidad del Padre y así ha revelado el destino
final de nuestra peregrinación terrena.
Así como por nosotros descendió del
cielo y por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros
resucitó y subió a Dios, por lo tanto no está más lejano, sino que es “Dios
nuestro”, “Padre nuestro” (cfr. Jn. 20,17).
La Ascensión es el último acto de
nuestra liberación del yugo del pecado, como escribe el apóstol Pablo:
“Subiendo a la altura, llevó cautivos” (Ef. 4,8). San León Magno explica que
con este misterio “se proclama no solamente la inmortalidad del alma sino
también la de la carne. Hoy de hecho no solamente estamos confirmados como
poseedores del paraíso, sino también hemos penetrado en Cristo en las alturas
de los cielos”. (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: CCL 138 A, 451.453).
Por esto los discípulos cuando vieron al Maestro levitar de la tierra y
elevarse hacia lo alto, no sintieron una sensación de malestar, sino una gran
alegría y se sintieron empujados a proclamar la victoria de Cristo sobre la
muerte (cfr. Mc. 16,20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a
cada uno un carisma para que la comunidad cristiana, en su conjunto, reflejase
la armoniosa riqueza de los Cielos.
Lo escribe nuevamente san Pablo:
“Repartió dones a los hombres... dispuso que unos fueran apóstoles; otros,
profetas; otros, evangelizadores; otros, pastores y maestros... para la
edificación del cuerpo de Cristo... hasta que lleguemos todos a la plena
madurez de Cristo” (Ef. 4,8.11-13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice
que en Cristo nuestra humanidad es llevada a las alturas de Dios; así cada vez
que rezamos, la tierra se une con el Cielo. Y como el incienso cuando se quema
hace subir hacia lo alto su humo suave y perfumado, así cuando elevamos al
Señor nuestra fervorosa oración llena de confianza a Cristo, esta atraviesa los
cielos y alcanza el Trono de Dios, y es por Él escuchada y satisfecha.
En la celebre obra de san Juan de la
Cruz, Subida del Monte Carmelo, leemos que para “ver realizados los deseos de
nuestro corazón no hay nada mejor que poner la fuerza de nuestra oración en lo
que más le gusta a Dios. Entonces Él no nos dará solamente lo que le pedimos, o
sea la salvación, sino también lo que Él ve que sea conveniente y bueno para
nosotros, aún si no se lo pedimos” (Libro III, cap. 44, 2, Roma 1991, 335).
Supliquemos a la Virgen María para que
nos ayude a contemplar los bienes celestiales que el Señor nos promete, y a
volvernos testimonios siempre más creíbles de la vida divina.