miércoles, 25 de abril de 2012


jueves, 19 de abril de 2012

Se cumplen 7 años de la elección de Benedicto XVI

Ciudad del Vaticano, 19 Abr. 12 (AICA).- El papa Benedicto XVI celebra hoy, cuatro días después de su 85 cumpleaños, el VII aniversario de su elección como el 265 sucesor de San Pedro, un pontificado que, según aseguró el portavoz del Vaticano, padre Federico Lombardi SJ, se centró en la atención a Dios, la relación del hombre con Dios, la dimensión trascendente de la vida y la personalidad de Jesucristo. En este sentido el padre Lombardi destacó a Radio Vaticana que durante estos siete años de pontificado, el Papa “guía a la Iglesia hacia el centro de su misión”.

Fue en la tarde del 19 de abril de 2005, cuando el hasta entonces cardenal Joseph Ratzinger, con el rostro iluminado por la emoción y la responsabilidad, anunciaba al mundo que los cardenales, en el cónclave apenas concluido, lo habían elegido a la sede de Pedro… a él “un simple y humilde trabajador de la viña del Señor”. “Me consuela -dijo en ese momento-, el hecho de que el Señor sabe trabajar y actuar incluso con instrumentos insuficientes”.

Ya desde el primer momento, el Papa Benedicto mostró su humildad y sencillez encomendándose a las oraciones de los fieles y a la “alegría del Señor” para seguir adelante.

La Iglesia, efectivamente, siguió hacia adelante. Un largo camino guiado por la clarividencia, la firmeza y la fe de un amable Pontífice teólogo que a pesar de la edad hizo que este camino fuera muy fructuoso.

El padre Federico Lombardi SJ, portavoz del Papa hizo un raconto de la labor de Benedicto XVI durante su pontificado a Radio Vaticana: “En estos siete años tuvimos ya veintitrés viajes internacionales a veintitrés países, y veintiséis viajes por Italia; asistimos a cuatro consistorios (se crearon 84 nuevos cardenales), y a cuatro Sínodos de los Obispos y a tres Jornadas Mundiales de la Juventud; leímos tres Encíclicas (Deus caritas est, Spe Salvi y Caritas in Veritate), y recibimos innumerables alocuciones y actos magisteriales; participamos de un Año paulino y de un Año sacerdotal; vimos al Papa afrontar con valor, humildad y determinación –es decir con límpido espíritu evangélico– situaciones difíciles, como la crisis que siguió a los abusos sexuales. Leímos –hecho nuevo y original– su obra sobre Jesús de Nazaret y su libro-entrevista “Luz del mundo”.

“Se trata –afirmó el padre Lombardi-, por lo tanto de un Pontificado rico e intenso con tantos hechos importantes, con tantos frutos recogidos...

“Sobre todo, aprendimos de la coherencia y constancia de su enseñanza, que la prioridad de su servicio a la Iglesia y a la humanidad es orientar la vida hacia Dios, el Dios que nos dio a conocer Jesucristo; que la fe y la razón se ayudan recíprocamente en el buscar la verdad y responder a las expectativas y a las preguntas de cada uno de nosotros y de la humanidad en su conjunto; y que el olvido de Dios y el relativismo son riesgos gravísimos de nuestro tiempo. Por todo esto nos sentimos inmensamente agradecidos”.

Y enfatizó el director de la oficina de prensa vaticana: “El pontificado de Benedicto XVI, se ha centrado sobre la esencial misión de la Iglesia. Es decir, la prioridad de la atención a Dios, la relación del hombre con Dios, la dimensión trascendente de la vida, y la persona de Jesucristo como revelador del verdadero Rostro de Dios”.

“Todos estamos en camino en esta misión eclesial. Tenemos delante el Encuentro Mundial de las Familias, el Sínodo de la Nueva Evangelización y el Año de la Fe… estamos en camino con Benedicto XVI”, finalizó el padre Lombardi.

miércoles, 18 de abril de 2012

Benedicto XVI: La Iglesia no debe temer a las persecuciones

Ciudad del Vaticano, 18 Abr. 12 (AICA).- La Iglesia no debe temer a las persecuciones que en su historia se ve obligada a soportar, sino, como Jesús en Getsemaní, debe confiar siempre en la presencia, en la ayuda y en la fuerza de Dios, invocada en la oración”, expresó el Santo Padre Benedicto XVI al retomar hoy la catequesis sobre la oración.

El Papa dedicó la audiencia general de los miércoles, celebrada en la Plaza de San Pedro ante una multitud de fieles provenientes de todo el mundo, a la que fue denominada como “Pequeña Pentecostés”, ocurrida en un momento difícil para la Iglesia naciente. “Los Hechos de los Apóstoles –dijo el Papa-, narran que Pedro y Juan acababan de salir de la cárcel, después de haber sido apresados por predicar el evangelio, y se encuentran con la comunidad reunida. Ésta, al escuchar lo ocurrido, no busca cómo reaccionar o defenderse ni qué medidas adoptar; sencillamente, ante la prueba, empieza a rezar pidiendo la ayuda de Dios que escuchará la plegaria enviando al Espíritu Santo.

“Es una oración unánime y concorde de toda la comunidad, explicó el obispo de Roma, que se enfrenta a una situación de persecución a causa de Jesús porque lo que viven los dos apóstoles no les afecta solamente a ellos, sino a toda la Iglesia. Ante las persecuciones padecidas por causa de Jesús, la comunidad ni se asusta ni se divide, sino que está profundamente unida en la oración”.

Cuando los creyentes se ven sometidos a la prueba a causa de su fe, “la unidad, en lugar de estar comprometida, se refuerza, ya que está sostenida por una oración incansable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su historia se ve obligada a soportar, sino, como Jesús en Getsemaní, debe confiar siempre en la presencia, en la ayuda y en la fuerza de Dios, invocada en la oración”.

Ahora bien, antes de comprender a fondo lo que sucedió, la primera comunidad intenta leer los acontecimientos a través de la fe y lo hace mediante la Palabra de Dios. San Lucas narra en los Hechos de los Apóstoles que la comunidad de Jerusalén comenzó por recordar e invocar la grandeza y la inmensidad de Dios y después, a través de los salmos, pasó a reconocer cómo Dios había actuado en la historia estando cerca de su pueblo, “demostrando -dijo Benedicto XVI- que era un Dios que se interesaba por los seres humanos que no los abandonaba”.

A continuación, los sucesos se leen “a la luz de Cristo, que es también la clave para entender la persecución. La oposición hacia Jesús, su pasión y su muerte se releen como actuación del proyecto de Dios Padre para la salvación del mundo. En la oración, la meditación sobre las Sagradas Escrituras a la luz del misterio de Cristo ayuda a leer la realidad presente en el ámbito de la historia de la salvación que Dios cumple en el mundo”.

De ahí que la petición que la primera comunidad cristiana de Jerusalén formula a Dios en la oración “no es la de ser defendida, ni la de salvarse de la prueba ni de tener éxito, sino la de proclamar con franqueza, con libertad, con coraje, la Palabra de Dios”. Y los primeros cristianos añaden que ese anuncio “esté acompañado de la mano de Dios, para que haya curaciones, señales y prodigios; es decir, que sea una fuerza que transforme la realidad, que cambie el corazón, la mente y la vida de hombres y que aporte la novedad radical del Evangelio”

“También nosotros -finalizó el Santo Padre- debemos llevar los acontecimientos de nuestra vida cotidiana a nuestra oración, para buscar su significado más profundo. Y como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación de la Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en nuestras vidas, incluso en tiempos difíciles, y que todo forma parte de un diseño superior de amor en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y la muerte, es realmente la del bien, la de la gracia, la de la vida, la de Dios”.

Mistero di un granello di senape. Il 16 aprile Benedetto XVI compie ottantacinque anni


«Le grandi cose iniziano sempre in un grano di senape e i movimenti di massa hanno sempre una breve durata».
Questa frase scritta per descrivere le esigenze di una nuova evangelizzazione da Papa Benedetto XVI, quando era ancora Prefetto della Congregazione per la Dottrina della Fede, mette bene a fuoco ciò che sta a cuore a Joseph Ratzinger in quanto teologo, vescovo e Papa. Non può quindi stupire che egli citi e mediti continuamente la parabola del granello di senape (Marco, 4, 30-32): il granello di senape è il più piccolo di tutti i semi, ma diventa la più grande di tutte le piante così che gli uccelli del cielo possono fare il nido alla sua ombra.
Il paragone con il grano di senape non mostra solo che le grandi realtà iniziano nel piccolo, secondo quel principio elementare che Pierre Teilhard de Chardin nel suo pensiero sull'evoluzione ha chiamato la legge delle origini invisibili; tale paragone pone anzi in evidenza il principio basilare all'opera in tutta la storia di Dio con l'umanità che gli appartiene e che Papa Benedetto XVI ha definito «predilezione per ciò che è piccolo». Nella smisurata vastità del cosmo e fra l'infinita quantità di pianeti e galassie Dio ha scelto la terra, questo piccolo grano di polvere, per la sua azione salvifica. Su questa piccola terra Dio ha scelto fra tutti i popoli potenti Israele, un popolo praticamente impotente sul piano politico, quale colonna portante della sua storia con noi uomini.
In Israele Dio ha scelto il modesto luogo di Betlemme per avvicinarsi come uomo a noi uomini. A Betlemme Dio ha scelto una donna sconosciuta e poco importante, Maria, per potere entrare nel nostro mondo. Nel corso della storia della Chiesa Dio ha chiamato sempre semplici uomini che immergendosi personalmente nel Vangelo potessero rinnovare la Chiesa dal suo interno.
Il granello di senape non è solo un paragone della speranza cristiana, ma evidenzia anche che il grande nasce dal piccolo non per mezzo di stravolgimenti rivoluzionari e neppure perché noi uomini ne assumiamo la regia ma perché ciò avviene in modo lento e graduale, seguendo una dinamica propria.
Di fronte a esso l'atteggiamento cristiano può solo essere di amore e pazienza, che è il lungo respiro dell'amore. Il paragone con il granello di senape ci conduce anche al cuore del pensiero teologico di Papa Benedetto XVI che è l'amore: l'amore di Dio per noi uomini, inimmaginabile e pur tuttavia corrispondente al logos, e la corresponsione umana a questo amore divino che può realizzarsi solo nell'amore verso Dio e verso gli uomini.
Alla luce dell'amore, nel paragone di Gesù del granello di senape l'accento non è posto unicamente sulla pianta che diviene grande, ma sul seme e quindi sulla speranza nella quieta crescita nella pazienza, proprio perché Dio stesso giudica e apprezza la pazienza quale sorella particolarmente sensibile dell'amore e per questo motivo fa continuamente sgorgare il grande dal piccolo. Il paragone è quindi destinato a risvegliare in noi uomini la gioia per il bello che è intimamente legata alla speranza e ci conduce nel mistero di Dio e della sua storia salvifica, come Benedetto XVI ha sottolineato durante il suo incontro con gli artisti: «La via della bellezza ci conduce, dunque, a cogliere il Tutto nel frammento, l'Infinito nel finito, Dio nella storia dell'umanità».
Al contrario noi uomini siamo sempre tentati di prendere il particolare per il tutto, di scambiare il finito per l'infinito e, di conseguenza, porre l'accento, nel paragone di Gesù, sulla crescita; vorremmo, con nervosa impazienza, avere molto velocemente un grande albero robusto e, se necessario, contribuirvi con le nostre mani, nel nostro sforzo di scorgere subito un risultato di tutto rispetto e nella pastorale rischiamo di confondere la cura di anime con la preoccupazione per il numero. Questa tentazione potrebbe derivare essenzialmente dal fatto che il pensiero teologico e la pastorale di Papa Benedetto XVI sono esposti in continuazione a gravi malintesi, dei quali possiamo ricordare brevemente quelli espressi con più frequenza.
Una critica molto diffusa ritiene che il Papa non abbia a cuore la grande chiesa di popolo -- le «masse» --; egli punterebbe maggiormente al piccolo gregge e se ne accontenterebbe. In questa critica è vero solo che il Papa è in realtà convinto che il vero rinnovamento della Chiesa non possa partire dalle masse, ma solo da piccoli movimenti, come è variamente testimoniato nella storia della Chiesa e come oggi è visibile per esempio nei nuovi movimenti ecclesiali che non sono stati progettati dalle istanze ufficiali della Chiesa e che proprio per questo possono essere considerati un dono dello Spirito Santo nella situazione della Chiesa postconciliare. Agli occhi del Papa adempiono però alla loro missione ecclesiale solo se agiscono come lievito nella Chiesa, rendendo visibile che «vi è un'unica Chiesa per tutti, che non vi sono chiese di élite né chiese di elezione»: «La Chiesa non è un mercato nel quale ognuno si cerca il suo gruppuscolo, ma una famiglia nella quale non mi cerco i fratelli, ma li ricevo in dono da Dio». Con il paragone del grano di senape il Papa sottolinea che l'azione nella Chiesa dovrebbe avere come punto di riferimento il suo mistero e non esigere di trarne subito un grande albero.
La Chiesa è al tempo stesso granello di senape e albero e il Papa lo sottolinea precisando che: «Forse noi dovremmo, la Chiesa dovrebbe trovarsi davanti a grandi prove (1 Tessalonicesi, 1, 6) per imparare di nuovo di cosa vive anche oggi, vive per la speranza del granello di senape e non per la forza dei suoi progetti e delle sue strutture».
Un'altra critica più profonda e spesso ripetuta sostiene che Papa Benedetto XVI abbia innestato una marcia indietro e voglia tornare a prima del concilio Vaticano II.
Chi non si fida ciecamente di pochi mezzi di comunicazione, che non offrono informazioni serie ma solo intrattenimento, e presta attenzione autonomamente a che cosa il Papa fa e dice, può ben presto accertare che il Papa non vuole assolutamente tornare «indietro», come gli viene oggi da più parti rimproverato pubblicamente, vuoi per ignoranza vuoi per appartenenza a quei teologi, che pur avendo le conoscenze necessarie, tengono spesso discorsi populistici e sostengono intenzionalmente il contrario a livello pubblico, confondendo l'onestà scientifica con l'agitazione in politica ecclesiale. Papa Benedetto non vuole assolutamente tornare indietro, ma andare in profondità come il granello di senape che cresce solo dalla profondità della terra. Al Papa quindi non importano singole riforme, gli importa che il fondamento e il cuore della fede cristiana tornino a splendere. Aspira a una semplificazione della fede cristiana, come ha annunciato finora esemplarmente nelle sue tre encicliche.
È compito urgente di oggi elaborare queste e altre critiche e pregiudizi, presentando la vera fisionomia del pensiero teologico e del magistero di Papa Benedetto XVI. Negli ultimi cinque anni ho cercato di affrontarlo meglio che ho potuto e nella misura in cui il mio quotidiano e minuzioso lavoro di vescovo me ne ha lasciato il tempo, persuaso che fa anche parte della responsabilità di un vescovo locale, aiutare i fedeli a orientarsi nella confusione degli attuali punti di vista e nel chiasso delle informazioni mediatiche, nella disinformazione mirata e nelle deformazioni manipolate.
Con la pubblicazione del presente volume spero di poter fornire a una cerchia più ampia un aiuto all'orientamento e al discernimento degli spiriti. Mi sono assunto questo compito non da ultimo nella convinzione che vi sono situazioni nella vita della Chiesa in cui il compito che Gesù ha affidato a Pietro durante l'Ultima Cena e che vale anche per il suo successore: «Conferma i tuoi fratelli» (Luca, 22,32), deve essere applicato anche all'inverso e precisamente che un vescovo locale senta come suo compito sostenere il successore di Pietro nel suo importante ufficio.
A lui mi lega soprattutto l'irriducibile speranza che non vi è Pasqua senza Venerdì Santo, ma che a ogni Venerdì Santo segue Pasqua e che in questo consiste il più profondo fondamento della gioia cristiana. In questa gioiosa speranza siamo ben consigliati se nell'attuale Venerdì Santo della Chiesa rivolgiamo la nostra attenzione non solo ai sonori colpi della distruzione, ma soprattutto alla silenziosa venuta di vita nuova nella notte di Pasqua, che porta in sé lo sviluppo organico nascosto nel segreto del grano di senape.

Kurt Koch

domingo, 8 de abril de 2012

El papa celebró la misa del día y antes de la bendición Urbi et Orbi saludó en 65 idiomas

CIUDAD DEL VATICANO, Domingo 8 abril 2012 (ZENIT.org).– En la mañana de hoy Domingo de Pascua de Resurrección, el santo padre Benedetto XVI presidió la santa misa del día en el atrio de la plaza de San Pedro del Vaticano, la cual tuvo un lleno total.

A la celebración, que se abrió con el rito del “Resurrexit” –-la apertura del icono del Resucitado--, participaron fieles romanos y peregrinos provenientes de diversas partes del mundo con ocasión de las fiestas pascuales.

El papa no pronunció la homilía, porque terminada la misa prosiguió con la bendición “Urbi et Orbi” y el Mensaje pascual, el cual reproducimos a continuación.

Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero:

«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).

Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios de María Magdalena, la primera en encontrar en la maña de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».

Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad.

Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana.

Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca, ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles testigos, / sudarios y mortaja».

Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces – y sólo entonces – ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino precisamente en Él, porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe, por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de esperanza a través de su Iglesia, cercano a cada situación humana de sufrimiento e injusticia.

Que Cristo resucitado otorgue esperanza a Oriente Próximo, para que todos los componentes étnicos, culturales y religiosos de esa Región colaboren en favor del bien común y el respeto de los derechos humanos. En particular, que en Siria cese el derramamiento de sangre y se emprenda sin demora la vía del respeto, del diálogo y de la reconciliación, como auspicia también la comunidad internacional. Y que los numerosos prófugos provenientes de ese país y necesitados de asistencia humanitaria, encuentren la acogida y solidaridad que alivien sus penosos sufrimientos. Que la victoria pascual aliente al pueblo iraquí a no escatimar ningún esfuerzo para avanzar en el camino de la estabilidad y del desarrollo. Y, en Tierra Santa, que israelíes y palestinos reemprendan el proceso de paz.

Que el Señor, vencedor del mal y de la muerte, sustente a las comunidades cristianas del Continente africano, las dé esperanza para afrontar las dificultades y las haga agentes de paz y artífices del desarrollo de las sociedades a las que pertenecen.

Que Jesús resucitado reconforte a las poblaciones del Cuerno de África y favorezca su reconciliación; que ayude a la Región de los Grandes Lagos, a Sudán y Sudán del Sur, concediendo a sus respectivos habitantes la fuerza del perdón. Y que a Malí, que atraviesa un momento político delicado, Cristo glorioso le dé paz y estabilidad. Que a Nigeria, teatro en los últimos tiempos de sangrientos atentados terroristas, la alegría pascual le infunda las energías necesarias para recomenzar a construir una sociedad pacífica y respetuosa de la libertad religiosa de sus ciudadanos. ¡Feliz Pascua a todos!

viernes, 6 de abril de 2012

La libertad se alcanza sirviendo a Dios, dice el Papa durante Misa de Jueves Santo

VATICANO, 05 Abr. 12 / 12:31 pm (ACI).- Durante la Misa de la Cena del Señor celebrada en la Basílica de San Juan de Letrán, el Papa Benedicto XVI recordó que la verdadera libertad sólo se alcanza aceptando el plan de Dios para la humanidad.
“Pensamos ser libres y verdaderamente nosotros mismos sólo si seguimos exclusivamente nuestra voluntad. Dios aparece como el antagonista de nuestra libertad. Debemos liberarnos de él, pensamos nosotros; sólo así seremos libres. Esta es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida. Cuando el hombre se pone contra Dios, se pone contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser libre, sino alienado de sí mismo. Únicamente somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios”, señaló el Santo Padre.
A continuación, la versión completa de la homilía del Santo Padre durante la Misa de la Cena del Señor.
Queridos hermanos y hermanas:
El Jueves Santo no es sólo el día de la Institución de la Santa Eucaristía, cuyo esplendor ciertamente se irradia sobre todo lo demás y, por así decir, lo atrae dentro de sí. También forma parte del Jueves Santo la noche oscura del Monte de los Olivos, hacia la cual Jesús se dirige con sus discípulos; forma parte también la soledad y el abandono de Jesús que, orando, va al encuentro de la oscuridad de la muerte; forma parte de este Jueves Santo la traición de Judas y el arresto de Jesús, así como también la negación de Pedro, la acusación ante el Sanedrín y la entrega a los paganos, a Pilato. En esta hora, tratemos de comprender con más profundidad estos eventos, porque en ellos se lleva a cabo el misterio de nuestra Redención.
Jesús sale en la noche. La noche significa falta de comunicación, una situación en la que uno no ve al otro. Es un símbolo de la incomprensión, del ofuscamiento de la verdad. Es el espacio en el que el mal, que debe esconderse ante la luz, puede prosperar. Jesús mismo es la luz y la verdad, la comunicación, la pureza y la bondad. Él entra en la noche. La noche, en definitiva, es símbolo de la muerte, de la pérdida definitiva de comunión y de vida. Jesús entra en la noche para superarla e inaugurar el nuevo día de Dios en la historia de la humanidad.
Durante este camino, él ha cantado con sus discípulos los Salmos de la liberación y de la redención de Israel, que recuerdan la primera Pascua en Egipto, la noche de la liberación. Como él hacía con frecuencia, ahora se va a orar solo y hablar como Hijo con el Padre. Pero, a diferencia de lo acostumbrado, quiere cerciorarse de que estén cerca tres discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Son los tres que habían tenido la experiencia de su Transfiguración – la manifestación luminosa de la gloria de Dios a través de su figura humana – y que lo habían visto en el centro, entre la Ley y los Profetas, entre Moisés y Elías. Habían escuchado cómo hablaba con ellos de su «éxodo» en Jerusalén. El éxodo de Jesús en Jerusalén, ¡qué palabra misteriosa!; el éxodo de Israel de Egipto había sido el episodio de la fuga y la liberación del pueblo de Dios. ¿Qué aspecto tendría el éxodo de Jesús, en el cual debía cumplirse definitivamente el sentido de aquel drama histórico?; ahora, los discípulos son testigos del primer tramo de este éxodo, de la extrema humillación que, sin embargo, era el paso esencial para salir hacia la libertad y la vida nueva, hacia la que tiende el éxodo. Los discípulos, cuya cercanía quiso Jesús en está hora de extrema tribulación, como elemento de apoyo humano, pronto se durmieron. No obstante, escucharon algunos fragmentos de las palabras de la oración de Jesús y observaron su actitud. Ambas cosas se grabaron profundamente en sus almas, y ellos lo transmitieron a los cristianos para siempre. Jesús llama a Dios «Abbá».Y esto significa – como ellos añaden – «Padre». Pero no de la manera en que se usa habitualmente la palabra «padre», sino como expresión del lenguaje de losniños, una palabra afectuosa con la cual no se osaba dirigirse a Dios. Es el lenguaje de quien es verdaderamente «niño», Hijo del Padre, de aquel que se encuentra en comunión con Dios, en la más profunda unidad con él.
Si nos preguntamos cuál es el elemento más característico de la imagen de Jesús en los evangelios, debemos decir: su relación con Dios. Él está siempre en comunión con Dios. El ser con el Padre es el núcleo de su personalidad. A través de Cristo, conocemos verdaderamente a Dios. «A Dios nadie lo ha visto jamás», dice san Juan. Aquel «que está en el seno del Padre… lo ha dado a conocer» (1,18). Ahora conocemos a Dios tal como es verdaderamente. Él es Padre, bondad absoluta a la que podemos encomendarnos. El evangelista Marcos, que ha conservado los recuerdos de Pedro, nos dice que Jesús, al apelativo «Abbá», añadió aún: Todo es posible para ti, tú lo puedes todo (cf. 14,36). Él, que es la bondad, es al mismo tiempo poder, es omnipotente. El poder es bondad y la bondad es poder. Esta confianza la podemos aprender de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos.
Antes de reflexionar sobre el contenido de la petición de Jesús, debemos prestar atención a lo que los evangelistas nos relatan sobre la actitud de Jesús durante su oración. Mateo y Marcos dicen que «cayó rostro en tierra» (Mt 26,39; cf. Mc 14,35); asume por consiguiente la actitud de total sumisión, que ha sido conservada en la liturgia romana del Viernes Santo. Lucas, en cambio, afirma que Jesús oraba arrodillado. En los Hechos de los Apóstoles, habla de los santos, que oraban de rodillas: Esteban durante su lapidación, Pedro en el contexto de la resurrección de un muerto, Pablo en el camino hacia el martirio. Así, Lucas ha trazado una pequeña historia del orar arrodillados de la Iglesianaciente. Los cristianos con su arrodillarse, se ponen en comunión con la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. En la amenaza del poder del mal, ellos, en cuanto arrodillados, están de pie ante el mundo, pero, en cuanto hijos, están de rodillas ante el Padre. Ante la gloria de Dios, los cristianos nos arrodillamos y reconocemos su divinidad, pero expresando también en este gesto nuestra confianza en que él triunfe.
Jesús forcejea con el Padre. Combate consigo mismo. Y combate por nosotros. Experimenta la angustia ante el poder de la muerte. Esto es ante todo la turbación propia del hombre, más aún, de toda creatura viviente ante la presencia de la muerte. En Jesús, sin embargo, se trata de algo más. En las noches del mal, él ensancha su mirada. Ve la marea sucia de toda la mentira y de toda la infamia que le sobreviene en aquel cáliz que debe beber. Es el estremecimiento del totalmente puro y santo frente a todo el caudal del mal de este mundo, que recae sobre él. Él también me ve, y ora también por mí. Así, este momento de angustia mortal de Jesús es un elemento esencial en el proceso de la Redención. Por eso, la Carta a los Hebreos ha definido el combate de Jesús en el Monte de los Olivos como un acto sacerdotal. En esta oración de Jesús, impregnada de una angustia mortal, el Señor ejerce el oficio del sacerdote: toma sobre sí el pecado de la humanidad, a todos nosotros, y nos conduce al Padre.
Finalmente, debemos prestar atención aún al contenido de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos. Jesús dice: «Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» (Mc 14,36). La voluntad natural del hombre Jesús retrocede asustada ante algo tan ingente. Pide que se le evite eso. Sin embargo, en cuanto Hijo, abandona esta voluntad humana en la voluntad del Padre: no yo, sino tú. Con esto ha transformado la actitud de Adán, el pecado primordial del hombre, salvando de este modo al hombre. La actitud de Adán había sido: No lo que tú has querido, Dios; quiero ser dios yo mismo. Esta soberbia es la verdadera esencia del pecado. Pensamos ser libres y verdaderamente nosotros mismos sólo si seguimos exclusivamente nuestra voluntad. Dios aparece como el antagonista de nuestra libertad. Debemos liberarnos de él, pensamos nosotros; sólo así seremos libres. Esta es la rebelión fundamental que atraviesa la historia, y la mentira de fondo que desnaturaliza la vida. Cuando el hombre se pone contra Dios, se pone contra la propia verdad y, por tanto, no llega a ser libre, sino alienado de sí mismo. Únicamente somos libres si estamos en nuestra verdad, si estamos unidos a Dios. Entonces nos hacemos verdaderamente «como Dios», no oponiéndonos a Dios, no desentendiéndonos de él o negándolo. En el forcejeo de la oración en el Monte de los Olivos, Jesús ha deshecho la falsa contradicción entre obediencia y libertad, y abierto el camino hacia la libertad. Oremos al Señor para que nos adentre en este «sí» a la voluntad de Dios, haciéndonos verdaderamente libres. Amén.

Benedicto XVI: Obediencia, no rebeldía al magisterio trae cambio en la Iglesia


VATICANO, 05 Abr. 12 / 12:29 pm (ACI).- Durante la homilía de la Misa Crismal que presidió esta mañana en la Basílica de San Pedro, el Papa Benedicto XVIrecordó que es la fidelidad humilde a Jesús, y no la desobediencia al Magisterio, lo que trae el verdadero cambio en la Iglesia.
“Los santos nos indican cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten comprender también que Dios no mira los grandes números ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del grano de mostaza”, señaló l Santo Padre
A continuación, el texto íntegro de su homilía.

Queridos hermanos y hermanas
En esta Santa Misa, nuestra mente retorna hacia aquel momento en el que el Obispo, por la imposición de las manos y la oración, nos introdujo en elsacerdocio de Jesucristo, de forma que fuéramos «santificados en la verdad» (Jn 17,19), como Jesús había pedido al Padre para nosotros en la oración sacerdotal. Él mismo es la verdad. Nos ha consagrado, es decir, entregado para siempre a Dios, para que pudiéramos servir a los hombres partiendo de Dios y por él. Pero, ¿somos también consagrados en la realidad de nuestravida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo? Con esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y nosotros ante él: «¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?». Así interrogaré singularmente a cada uno de vosotros y también a mí mismo después de la homilía. Con esto se expresan sobre todo dos cosas: se requiere un vínculo interior, más aún, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de nosotros mismos, una renuncia a aquello que es solamente nuestro, a la tan invocada autorrealización. Se pide que nosotros, que yo, no reclame mi vida para mí mismo, sino que la ponga a disposición de otro, de Cristo. Que no me pregunte: ¿Qué gano yo?, sino más bien: ¿Qué puedo dar yo por él y también por los demás? O, todavía más concretamente: ¿Cómo debe llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da?; ¿cómo debe realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy? Recientemente, un grupo de sacerdotes ha publicado en un país europeo una llamada a la desobediencia, aportando al mismo tiempo ejemplos concretos de cómo se puede expresar esta desobediencia, que debería ignorar incluso decisiones definitivas del Magisterio; por ejemplo, en la cuestión sobre la ordenación de las mujeres, sobre la que el beato Papa Juan Pablo II ha declarado de manera irrevocable que la Iglesia no ha recibido del Señor ninguna autoridad sobre esto. Pero la desobediencia, ¿es un camino para renovar la Iglesia? Queremos creer a los autores de esta llamada cuando afirman que les mueve la solicitud por la Iglesia; su convencimiento de que se deba afrontar la lentitud de las instituciones con medios drásticos para abrir caminos nuevos, para volver a poner a la Iglesia a la altura de los tiempos. Pero la desobediencia, ¿es verdaderamente un camino? ¿Se puede ver en esto algo de la configuración con Cristo, que es el presupuesto de toda renovación, o no es más bien sólo un afán desesperado de hacer algo, de transformar la Iglesia según nuestros deseos y nuestras ideas?
Pero no simplifiquemos demasiado el problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sí, lo ha hecho para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su palabra siempre válida. A él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre. Y no lo olvidemos: Él era el Hijo, con la autoridad y la responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de ese modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y, en fin, ha concretizado su mandato con la propia obediencia y humildad hasta la cruz, haciendo así creíble su misión. No mi voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a la vez su divinidad, y nos indica el camino.
Dejémonos interrogar todavía una vez más. Con estas consideraciones, ¿acaso no se defiende de hecho el inmovilismo, el agarrotamiento de la tradición? No. Mirando a la historia de la época post-conciliar, se puede reconocer la dinámica de la verdadera renovación, que frecuentemente ha adquirido formas inesperadas en momentos llenos de vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Iglesia, la presencia y la acción eficaz del Espíritu Santo. Y si miramos a las personas, por las cuales han brotado y brotan estos ríos frescos de vida, vemos también que, para una nueva fecundidad, es necesario estar llenos de la alegría de la fe, de la radicalidad de la obediencia, del dinamismo de la esperanza y de la fuerza del amor.
Queridos amigos, queda claro que la configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación. Pero tal vez la figura de Cristo nos parece a veces demasiado elevada y demasiado grande como para atrevernos a adoptarla como criterio de medida para nosotros. El Señor lo sabe. Por eso nos ha proporcionado «traducciones» con niveles de grandeza más accesibles y más cercanos. Precisamente por esta razón, Pablo decía sin timidez a sus comunidades: Imitadme a mí, pero yo pertenezco a Cristo. Él era para sus fieles una «traducción» del estilo de vida de Cristo, que ellos podían ver y a la cual se podían asociar. Desde Pablo, y a lo largo de la historia, se nos han dado continuamente estas «traducciones» del camino de Jesús en figuras vivas de la historia. Nosotros, los sacerdotes, podemos pensar en una gran multitud de sacerdotes santos, que nos han precedido para indicarnos la senda: comenzando por Policarpo de Esmirna e Ignacio de Antioquia, pasando por grandes Pastores como Ambrosio, Agustín y Gregorio Magno, hasta Ignacio de Loyola, Carlos Borromeo, Juan María Vianney, hasta los sacerdotes mártires del s. XX y, por último, el Papa Juan Pablo II que, en la actividad y en el sufrimiento, ha sido un ejemplo para nosotros en la configuración con Cristo, como «don y misterio». Los santos nos indican cómo funciona la renovación y cómo podemos ponernos a su servicio. Y nos permiten comprender también que Dios no mira los grandes números ni los éxitos exteriores, sino que remite sus victorias al humilde signo del grano de mostaza.
Queridos amigos, quisiera mencionar brevemente todavía dos palabras clave de la renovación de las promesas sacerdotales, que deberían inducirnos a reflexionar en este momento de la Iglesia y de nuestra propia vida. Ante todo, el recuerdo de que somos – como dice Pablo – «administradores de los misterios de Dios» (1Co 4,1) y que nos corresponde el ministerio de la enseñanza , el munus docendi, que es una parte de esa administración de los misterios de Dios, en los que él nos muestra su rostro y su corazón, para entregarse a nosotros. En el encuentro de los cardenales con ocasión del último consistorio, varios Pastores, basándose en su experiencia, han hablado de un analfabetismo religioso que se difunde en medio de nuestra sociedad tan inteligente. Los elementos fundamentales de la fe, que antes sabía cualquier niño, son cada vez menos conocidos. Pero para poder vivir y amar nuestra fe, para poder amar a Dios y llegar por tanto a ser capaces de escucharlo del modo justo, debemos saber qué es lo que Dios nos ha dicho; nuestra razón y nuestro corazón han de ser interpelados por su palabra. El Año de la Fe, el recuerdo de la apertura del Concilio Vaticano II hace 50 años, debe ser para nosotros una ocasión para anunciar el mensaje de la fe con un nuevo celo y con una nueva alegría. Naturalmente, este mensaje lo encontramos primaria y fundamentalmente en la Sagrada Escritura, que nunca leeremos y meditaremos suficientemente. Pero todos tenemos experiencia de que necesitamos ayuda para transmitirla rectamente en el presente, de manera que mueva verdaderamente nuestro corazón. Esta ayuda la encontramos en primer lugar en la palabra de la Iglesia docente: los textos del Concilio Vaticano II y elCatecismo de la Iglesia Católica son los instrumentos esenciales que nos indican de modo auténtico lo que la Iglesia cree a partir de la Palabra de Dios. Y, naturalmente, también forma parte de ellos todo el tesoro de documentos que el Papa Juan Pablo II nos ha dejado y que todavía están lejos de ser aprovechados plenamente.
Todo anuncio nuestro debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7,16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores. Pero esto, naturalmente, en modo alguno significa que yo no sostenga esta doctrina con todo mi ser y no esté firmemente anclado en ella. En este contexto, siempre me vienen a la mente aquellas palabras de san Agustín: ¿Qué es tan mío como yo mismo? ¿Qué es tan menos mío como yo mismo? No me pertenezco y llego a ser yo mismo precisamente por el hecho de que voy más allá de mí mismo y, mediante la superación de mí mismo, consigo insertarme en Cristo y en su cuerpo, que es la Iglesia. Si no nos anunciamos a nosotros mismos e interiormente hemos llegado a ser uno con aquél que nos ha llamado como mensajeros suyos, de manera que estamos modelados por la fe y la vivimos, entonces nuestra predicación será creíble. No hago publicidad de mí, sino que me doy a mí mismo. El Cura de Ars, lo sabemos, no era un docto, un intelectual. Pero con su anuncio llegaba al corazón de la gente, porque él mismo había sido tocado en su corazón.
La última palabra clave a la que quisiera aludir todavía se llama celo por las almas (animarum zelus). Es una expresión fuera de moda que ya casi no se usa hoy. En algunos ambientes, la palabra alma es considerada incluso un término prohibido, porque – se dice – expresaría un dualismo entre el cuerpo y el alma, dividiendo falsamente al hombre. Evidentemente, el hombre es una unidad, destinada a la eternidad en cuerpo y alma. Pero esto no puede significar que ya no tengamos alma, un principio constitutivo que garantiza la unidad del hombre en su vida y más allá de su muerte terrena. Y, como sacerdotes, nos preocupamos naturalmente por el hombre entero, también por sus necesidades físicas: de los hambrientos, los enfermos, los sin techo. Pero no sólo nos preocupamos de su cuerpo, sino también precisamente de las necesidades del alma del hombre: de las personas que sufren por la violación de un derecho o por un amor destruido; de las personas que se encuentran en la oscuridad respecto a la verdad; que sufren por la ausencia de verdad y de amor. Nos preocupamos por la salvación de los hombres en cuerpo y alma. Y, en cuanto sacerdotes de Jesucristo, lo hacemos con celo. Nadie debe tener nunca la sensación de que cumplimos concienzudamente nuestro horario de trabajo, pero que antes y después sólo nos pertenecemos a nosotros mismos. Un sacerdote no se pertenece jamás a sí mismo. Las personas han de percibir nuestro celo, mediante el cual damos un testimonio creíble del evangelio de Jesucristo. Pidamos al Señor que nos colme con la alegría de su mensaje, para que con gozoso celo podamos servir a su verdad y a su amor. Amén.


martes, 3 de abril de 2012

HABLAD A LOS DEMÁS DE DIOS SIN COMPLEJOS NI TEMORES

Ciudad del Vaticano, 2 abril 2012 (VIS).-El Santo Padre ha recibido hoy en audiencia a 5.000 jóvenes de la archidiócesis de Madrid (España) -acompañados por su arzobispo, el cardenal Antonio María Rouco Varela- que han peregrinado a Roma para agradecer al Papa su viaje a España con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud celebrada el pasado mes de agosto. Ofrecemos a continuación fragmentos del discurso de Benedicto XVI:

"Siempre que traigo a mi memoria la XXVI Jornada Mundial de la Juventud vivida en Madrid, mi corazón se llena de gratitud a Dios por la experiencia de gracia de aquellos días inolvidables. (...) Aquel espléndido encuentro sólo puede entenderse a la luz de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Él no deja de infundir aliento en los corazones, y continuamente nos saca a la plaza pública de la historia, como en Pentecostés, para dar testimonio de las maravillas de Dios. Vosotros estáis llamados a cooperar en esta apasionante tarea (...). Cristo os necesita a su lado para extender y edificar su Reino de caridad".

(...) "En esta aventura nadie sobra. Por ello, no dejéis de preguntaros a qué os llama el Señor y cómo le podéis ayudar. Todos tenéis una vocación personal que Él ha querido proponeros para vuestra dicha y santidad. Cuando uno se ve conquistado por el fuego de su mirada, ningún sacrificio parece ya grande para seguirlo y darle lo mejor de uno mismo. Así hicieron siempre los santos extendiendo la luz del Señor (...) y transformando el mundo hasta convertirlo en un hogar acogedor para todos". (...)

"Como aquellos apóstoles de la primera hora, sed también vosotros misioneros de Cristo entre vuestros familiares, amigos y conocidos, en vuestros ambientes de estudio o trabajo, entre los pobres y enfermos. Hablad de su amor y bondad con sencillez, sin complejos ni temores. El mismo Cristo os dará fortaleza para ello. Por vuestra parte, escuchadlo y tened un trato frecuente y sincero con Él. Contadle con confianza vuestros anhelos y aspiraciones, también vuestras penas y las de las personas que veáis carentes de consuelo y esperanza".

(...) "Ayer iniciamos la Semana Santa, en la que seguimos los pasos de Cristo (...). Contemplamos su dolorosa pasión y su humillación hasta la muerte. (...) Os animo a cargar también vosotros con vuestra cruz, y la cruz del dolor y de los pecados del mundo, para que entendáis mejor el amor de Cristo por la humanidad. Así os sentiréis llamados a proclamar que Dios ama al hombre y le envió a su Hijo, no para condenarlo, sino para que alcance una vida plena y con sentido".